Yo estaba en Bodgaya con el grupo de peregrino de Valencia. Cada día íbamos al árbol Bodhi y pasábamos ahí varias horas. No sé bien en qué momento ocurrió pero empecé a fijarme en una mujer que cada día, delante mi, hacía postraciones. Era una mujer tibetana -deduzco ésto por el color de su piel, sus rasgos y su vestimenta-. Parecía muy vieja pero a la vez vigorosa.
Desde el primer avistamiento experimenté muy claramente su belleza, nada que ver con lo que en esta época moderna y en occidente entendemos por una mujer bella, por supuesto. Su piel, más que atrapar la luz y devolverla como si de un espejo pulidísimo se tratara, que es como dice la televisión que las mujeres hemos de tener el rostro, era la viva imagen de la tierra: curtida, arrugada, oscura, imperfecta, viva, muy viva. Y ese rostro, tal cual era, reflejaba infinitas más cosas y verdades que esos otros rostros que nos vende la cosmética.